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lunes, 13 de junio de 2011

Never let me go




Fue anoche cuando todos mis delirios se resumieron en una palabra: fiebre. Treinta y nueve grados centígrados. Según los comentarios que oía desde mi cama, tenía que cambiarme e ir al sanatorio porque la temperatura era imposible de bajar.

Me cambié como pude y fui hasta el baño. Al contemplar mi reflejo en aquel espejo pude observar lo grave de mi estado... mis ojos estaban rojos y achinados. Era una mirada que suplicaba un poco de compasión, que pedía ayuda. Sentí lástima por mi misma. Y sentí ganas de romper el espejo.

Entré al sanatorio con frío, colorada y con la cabeza latiéndome más fuerte y rápido que el corazón. Me recosté en un asiento de la guardia sin dejar de temblar. Sentía que estaba grave. Hasta que llegó ella.

Cambió todo el entorno. Un llanto de una niña fue lo que me hizo voltear, aunque hacía tres segundos estaba resignada a no levantarme por nada. Tenía seis o siete años. Estaba en brazos de su madre, a quien abrazaba con todas sus fuerzas. Tenía la piel rojísima, y estaba toda hinchada.

Mi mamá le preguntó a la de ella que le pasaba. Nos dijo que le había picado una hormiga. ¿Tanto lío por eso? Pensé. Pero ahí fue cuando mi progenitora me explicó que cuando una hormiga te hería, todo tu cuerpo se hincha por dentro y por fuera. Te quedás sordo porque se te hincha todo el conducto auditivo. Me dijo que a ella le pasó hacía unos años, y que era una tortura.

La nena no paraba de llorar y aferrarse a los hombros de la mujer con miedo, la cual reclamaba atención inmediata ya que la pequeña podía entrar en shock en cualquier momento.

Mi mamá la trataba de animar. La consolaba diciéndole que le iban a dar un remedio y después se iba a su casa. Por un momento, un rayo de ilusión se dibujó en su infantil rostro. "¿Y no me van a poner una inyección?" Sollozaba refregándose sus ojitos. Cuando oyó la afirmativa respuesta de su madre, continuó con su llanto. Y creo que me lo estaba contagiando.

Es que el nudo en mi garganta era cada vez más grande. Me partía el alma sentir que una criatura tenga que padecer tantos sufrimientos. Todo mi dolor desapareció. Sólo quería que ella estuviera a salvo y bien. Cuando llegó mi turno, se lo cedí y al rato la trasladaron a otra sala. Seguramente a la enfermería donde supuse, le aplicarían la famosa inyección.

Cómo me hubiera gustado estar ahí para darle fuerzas. Cómo me hubiera gustado decirle que todo iba a estar bien. Cómo me hubiera gustado librarla de toda aquella incomprensión familiar que estaba sufriendo ella sola. Con sus siete años. Es casi imposible de creer.

Jamás me voy a olvidar de aquella noche y voy a velar todas las que siguen por esa nena ojos y pelo café, probablemente la persona más fuerte que conocí en toda mi vida.

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