Soy un cadáver.
Comprobé que la piel era blanca y fría, la boca seca y las muñecas quebradizas. Fue en ese espejo cubierto de humedad y marcas que el tiempo había impregnado en su superficie sobre el que encontré una vieja conocida del otro lado del cristal. Era sol, una sol añejada, remota, parcialmente irreal. Las uñas sobre naturalmente grises, las alarmantes ojeras aniquilando el rostro, cuatro huesos transversales que atravesando el torso. Tan sombría y nueva como el descenso de la muerte. Tan sombría y sin embargo, tan pura como la inocencia que se emanaba desde el interior de sus pupilas.
En lo profundo, y si hacen silencio, allá en el final del conducto ocular, era posible oír gemidos. Gemidos de su vientre, chillidos de su entraña, sollozos de su atormentada tráquea. Era la misma mirada de una niña callada y soñadora, que había mutado ahora en el fantasma de su ser.
Sol ha muerto, dios salve a su espectro.

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